En medio del bullicio del Mercado Central de Acapulco existe un lugar que sorprende y conmueve desde el primer instante: el Hospital del Niño Dios. No es un hospital común, aunque ahí también se cura. Desde hace más de 40 años, este pequeño taller se ha convertido en un refugio donde imágenes religiosas llegan heridas y salen renovadas gracias a un oficio que se sostiene en la fe, la paciencia y el amor.
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El taller, atendido por manos expertas, ha sido hogar de una tradición familiar que ha pasado de generación en generación. Aquí llegan niños Dios, vírgenes, abuelos de barro, figuras de madera, yeso, fibra o cerámica que muchas veces han acompañado a sus dueños por décadas. Aunque estén despedazadas, sus propietarios no quieren reemplazarlas: “Quieren el mismo, porque ya es de generación… ya tienen ese amor sentimental”, explica el restaurador.
Cada pieza lleva una historia. Algunas han sobrevivido accidentes, mudanzas o el paso del tiempo. Otras, incluso, narran tragedias recientes: “Ahorita, por ejemplo, del Otis. Me dicen: ‘Mira, yo me salvé con mi Niño, y aquí estamos… quiero arreglarlo’. Y me traen todo con tierra. Aquí lo limpiamos, lo arreglamos”.
En este pequeño santuario, cada restauración es un acto de cariño. Las manos reparan, limpian y pintan; la fe hace el resto. Algunas figuras llegan tan dañadas que se vuelven verdaderas reliquias. “Hay imágenes que ya son reliquias… de madera, trabajadas en aquellos tiempos, cubiertas con capas especiales. Como esta virgen que me trajeron muy quebrada: una reliquia”, cuenta mientras muestra una de las piezas en proceso.
El Hospital del Niño Dios no es solo un negocio: es un espacio donde la devoción se vuelve tangible. Un lugar donde las figuras religiosas recobran vida y donde sus dueños recuperan un pedazo de su historia. Aquí, las manos curan, pero es la fe —esa que sostiene tradiciones y consuela corazones— la que obra el verdadero milagro.
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