El amanecer tras el Huracán Otis fue un despertar al trauma colectivo. Acapulco, la vibrante joya turística, quedó sepultada bajo un mar de escombros, postes caídos y restos de estructuras.
Este registro visual inicial no es solo un conteo de daños, sino un lamento: cada edificio destrozado y cada vehículo volteado reflejan la fuerza brutal de un fenómeno que no dio tregua, dejando un vacío material y un dolor emocional incalculable. La ciudad, despojada de su brillo, enfrenta su hora más oscura.
¿Qué significó perderlo todo en el Huracán Otis y encontrar el valor para seguir adelante?
En la devastación, la humanidad se impone. El lente captura a un habitante, cuya voz, cargada de tristeza, dimensiona el golpe emocional: “Acapulco está destrozado,” afirma, confirmando que la furia de este huracán superó cualquier recuerdo de tragedias pasadas. Es el reconocimiento de una pérdida sin precedentes. La escena, profundamente emotiva, se centra en la resiliencia: el hombre declara que se dirige a su casa para “levantar las láminas que volaron”. Este simple gesto es el núcleo del momento, el inicio de una reconstrucción que comienza con la voluntad inquebrantable de luchar contra la ruina.








